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CINE DE VERANO 2013
Arrancamos el año con dos clásicos rodados en Inglaterra por directores norteamericanos: "Night and the city", antológico film noir de 1950 dirigido por Jules Dassin, y con "Los perros de paja" o "Straw dogs", de Sam Peckinpah, estrenada en 1971. Si no quieren conocer aspectos de las tramas, éste es el momento de dejar de leer. Si gustan, es su casa. Caramelos, chocolatines, bombones...
"Night and the city", o "Siniestra obsesión" como se llamó en Argentina, o "Extraña obsesión" como lo hizo en Chile, o "Noche en la ciudad" como se llamó en España, es el film noir por antonomasia. Desde lo visual, con sus expresivos (opresivos) claroscuros de escenarios urbanos nocturnos, brumosos, para lo cual Londres parece la locación ideal. Desde lo temático, por su muestrario de perdedores y amorales capaces de cualquier cosa por una moneda.
La película empieza pintándonos de cuerpo entero a su protagonista, Harry Fabian (un enorme Richard Widmark) a quien vemos escapar de un acreedor y estar a punto de robarle dinero de su bolso nada menos que a su enamoradísima y cada vez más entristecida novia Mary (Gene Tierney). La pobre chica es a su vez cortejada por un vecino artista, Adam (Hugh Marlowe) que sería su elección de pareja ideal si el amor fuera algo razonable, no esa fuerza terrible que empuja a las personas más allá de su voluntad. Harry, por su parte, recuerda a los personajes de Roberto Alt, en especial al Erdosain de "Los siete locos": un desesperado por encontrar el providencial plan que le permita redimir de una vez y para siempre la cotidiana humillación que es su vida. Plan para el cual, invariablemente, siempre le faltan las libras que le vemos pedir prestadas a un personaje tras otro.
El protagonista parece encontrarle la salida a su miserable vida cuando es casual testigo de la discusión entre el padrino del circuito de espectáculos de catch en Londres, el sombrío Kristo (Herbert Lom) y su padre, el antiguo as de la lucha grecorromana Gregorius (Stanislaus Zbyszko). Harry, cuyas dotes de persuasión son tan grandes como su ambición, convence a Gregorius de montar un circuito paralelo. Logra que el capital inicial le sea prestado por sus patrones y los de Mary, la mal avenida pareja formada por Nosseros (Francis L. Sullivan) y Helen (Googie Withers) que regentea un club nocturno. Pero, como es convención en el género, los perdedores están condenados a serlo siempre: como le dice Nosseros a Harry en el momento en que cree que tiene el destino en sus manos, "lo tienes todo pero eres hombre muerto, Harry Fabian". El final es de los más negros que se hayan filmado nunca. No voy a entrar en detalles en bien del lector que no haya visto la película; sólo diré que al pobre listo de centavos Harry Fabian le será negada hasta la redención que intenta cuando se descubre acorralado. Como en el tango, ni el tiro del final le va a salir.
Por su parte, "Los perros de paja" presenta a un matrimonio algo desparejo formado por un matemático norteamericano llamado David Sumner (Dustin Hoffman) y una muy bella, aniñada y algo tonta chica inglesa, Amy (Susan George) que se radica en un pueblito de la campiña en Cornualles, donde el padre de Amy les ha cedido una casa de campo. David ha ganado una beca que le permite, a la vez, realizar un trabajo de investigación con el que soñaba y huir de la violenta politización que imperaba en las aulas universitarias de la época en Estados Unidos. La actitud de David admite lecturas contrapuestas, según las ideas del espectador: o es un individuo que persigue un sueño y no desea que el mundo le impida alcanzarlo, o es un individualista que cobardemente rehúye el compromiso en un momento político crucial. (A mí me parece difícil que no puedan ser verdad las dos a la vez: la vida es así de compleja). Por su lado, Amy comienza a tener dudas acerca de su matrimonio: no tiene manera de compartir las inquietudes intelectuales de su esposo, y le disgusta que no le preste atención exclusiva y permanente. Para peor, un ex novio de un anterior veraneo en el pueblo, Charlie (Del Henney) comienza a cortejarla solapadamente, y Amy le corresponde, peligrosamente, un rato sí y un rato no. Charlie se ofrece a ayudar a David a poner en condiciones un galpón de la finca, y entonces acude todos los días en compañia de Scutt (Ken Hutchinson), Cawsey (Jim Norton) y Riddaway (Donald Webster), cuya característica común es la afición a toscos rituales machistas como la bebida, la caza, el deseo por Amy y el desprecio a David. Éste las tiene todas en contra: es forastero, fue a la universidad, tiene una esposa hermosa y es particularmente inepto para todo lo que la pandilla considera símbolos inequívocos de masculinidad, desde la conducción de un automóvil y la caza con armas de fuego hasta el trabajo manual. Para peor, enseguida se demuestra incapaz de enfrentarlos tras un par de desafíos.
Promediando la película, una quinceañera, Janice (Sally Thomsett), despechada porque David no le presta la atención que ambiguamente le prestara alguna vez, se lleva aparte al tonto del pueblo, Henry Niles (David Warner). Lo que parecía ser una manera algo sórdida de perder la virginidad deviene en tragedia, porque Henry mata accidentalmente a Janice y huye. Mientras todos en el pueblo buscan a la pareja, en especial el padre de la chica, el violento borrachín Tom (Peter Vaughn), David atropella a Henry, lo hiere levemente y lo lleva a su casa. Cuando Tom, Charlie y el resto de la horda se entera, acuden listos a linchar al asesino, cosa que David intenta impedir. Lo que sigue son cuarenta minutos de una violencia que para 1971 parecía extrema, y que hoy no resulta particularmente llamativa, y que convierten al nerd de las primeras escenas en un hombre desesperado, capaz de matar con tanta facilidad como sus enemigos. Muy tarde, David descubre que, en el mundo en que le tocó vivir, ya no hay lugar adonde escapar. Ya no hay torres de marfil inexpugnables.
La película de Sam Peckinpah despertó bastantes controversias. Por un lado, por su oscura y algo simplista presentación del ser humano como una criatura prisionera de su condición animal, la cual subyace apenas por debajo de una engañosa capa de supuesta civilización. (Negar nuestros instintos animales es absurdo, al igual que negar que pueden ser manejados o controlados. Si no fuera así, la civilización no habría aparecido jamás). Los personajes masculinos como Charlie o Scutt son machos agresivos cuya sexualidad es una modalidad de la violencia; los personajes femeninos como Janice o Amy son hembras en celo que a la vez temen y anhelan a los machos dominantes. Ese trazo grueso y misógino en la ambigüedad de los personajes femeninos es otra de las razones de la polémica que despertó el filme, en especial por cierta famosa escena de una violación, en la que la víctima primero intenta rechazar el brutal sometimiento y luego parece disfrutarlo. La escena fue muy discutida ya en 1971; hoy, resulta todavía más chocante. Pero, en defensa de Peckinpah, ya que no (claro que no) de algo tan despreciable como una violación cabe preguntarse ¿es tan claro el límite entre el erotismo y la violencia, aún en el marco mutuamente consentido de una sexualidad adulta? Ni siquiera me refiero a actos sadomasoquistas: hay una cierta violencia necesaria en la penetración, hay un cierto dolor en el desfloramiento, que está inevitablemente asociado al goce. La práctica de atar o inmovilizar por la fuerza al amante es un juego sexual de lo más común, que no llama la atención de nadie. Y además, está nuestra reacción a la escena: ¿sólo nos indigna, o también nos excita? En ese sentido y no, repito, en la defensa de un acto repudiable como la violación, es que la escena es fascinante y perturbadoramente eficaz: señala un rasgo de nuestro ser que nos intranquiliza. ¿Qué más se le puede pedir al arte?
El final es una doble derrota para David, por más que aparentemente se salga con la suya: desde lo político, porque su liberalismo bienintencionado no es capaz de dar respuestas frente a la violencia descarnada del mundo, y desde lo antropológico, porque se ve obligado a despojarse de su superficial humanidad y convertirse en un animal más, capaz de matar para protegerse. Los gnósticos, los maniqueos, los agustinianos y los presbiterianos encontrarán la moraleja de lo más satisfactoria.
Mi agradecimiento al amigo de la casa Darío Lavia por haberme consegido las dos películas.
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