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CAPÍTULO 30

(Donde el Apóstol termina su recorrida por el Infierno e intenta comenzar su viaje al Paraíso) (1)

Viene del Capítulo Anterior

Un rato antes había cesado la lluvia. Había salido el sol, pero la humedad seguía altísima. Antes de abordar el móvil conducido por Gardel, el Apóstol tuvo que rechazar a un par de ejecutivos que le proponían integrar el panel de un programa de debates filosóficos, destinado a servir de castigo eterno a los fanáticos recalcitrantes de las películas picarescas de adolescentes norteamericanos. El Apóstol debía compartir el panel con el pensador romano Marco Tulio Eufemismo y el griego Perífrasis de Abdera, dos de los innumerables filósofos que purgaban el castigo eterno por hacer incomprensible lo inefable, aunque si demostraban buena conducta se había acordado que se les reduciría la pena a catorce mil trescientos años. También estaba el sabio oriental Canelónides de Cabo Polonio, quien, en sus micros matinales por Radio Carve de Montevideo, había demostrado la sabiduría por el absurdo.

El cochecito ya se aventuraba por Figueroa Alcorta cuando, estando detenido en un semáforo, el Apóstol vio a la policía llevándose detenido a un caballero. Gardel se anticipó a la pregunta y dijo:

- Es el señor Ricardo Tapia. Lo arrestan por colado. Cada tanto pasa. Se quiso colar en la Teoría de la Relatividad Especial de Einstein y no pudo, no le dio el cuero. Se dice que se coló en el final de la Ilíada, en la parte del incendio de "El nombre de la rosa" y en el capítulo 15 de estas mismas actas. ¿Se acuerda del Besuqueiro brasileño? ¿El tipo ése que se metía en todos lados a darle un beso a las figuras famosas, Pelé, Sonia Braga, Alfonsín, Juan Pablo II? Un enfermo de ese tipo.

La tarde caía con prepotencia vespertina cuando el Apóstol vio que el cochecito se detenía en la puerta del Aeroparque Metropolitano. Gardel carraspeó, silbó una parte del estribillo de "Vamos a la playa", abrió la sección hípica del matutino "La Tarde" y, viendo que el Apóstol permanecía en su lugar, exclamó:

- Aquí termina el recorrido por el Infierno. Para pasar al Paraíso tiene que trasponer las puertas del Aeroparque.

El Apóstol agradeció, se bajó del coche y enfiló hacia la entrada. Al llegar, mostró al guarda su boleto de ingreso al Paraíso. Notó que el funcionario se quedó esperando algo más, sin dignarse a expresarlo.

Pasaron un par de esos elásticos instantes compuestos de centenares de segundos hasta que el guarda dijo:

- Pasaporte, por favor.

- ¿Pasaporte? ¿No alcanza con este boleto?

- Hasta 1991 sí, pero entonces se privatizó el Paraíso argentino y los que lo compraron se lo llevaron para ampliar el de Barcelona, que les estaba quedando chico. Ahora es viaje internacional, no de cabotaje. Si no me muestra su pasaporte no puedo dejarlo pasar.

- No lo traje.

- Sudaca de porquería - dijo el guarda, con una amplia sonrisa.

Desconsolado, el Apóstol caminó y caminó durante unos largos cinco minutos hasta que sintió que sus fuerzas lo abandonaban. Se acurrucó en un umbral, a la espera de que sus fuerzas se dignaran en regresar, confiado en que sin él no podrían ir muy lejos. Rápidamente cayó en un profundo sueño. En él, se le apareció una figura bañada en suave luz blanca que le dijo: "duerme, oh Apóstol, que yo te mostraré el Paraíso".

¡LA TUCUMANA! exclamó en sueños el Apóstol.

Sí, LA TUCUMANA.

Y el Apóstol entonces recordó. "¡La Tucumana, oscura y grácil belleza nórdica de nuestro Noroeste, bella alma prisionera en ciento cinco kilos de carne y hueso, peceto y caracú, nalga y bola de lomo, tripa gorda y nalga otra vez! ¡La Tucumana, noble espíritu preso de la glotonería y la pereza!". Y entonces recordó que la Dama Bañada en Suave Luz Blanca ya le había dicho en una aparición previa que él le había robado al Tuerto y había yacido con su favorita, que no era otra que la Tucumana, y le vino a la memoria que, el día anterior a aquel en el que se produjo aquella aparición, había robado a su patrón y había compartido el lecho y la bolsa del Tuerto con la voluptuosa Tucumana. Y recordó también que la Aparecida le había quitado su billetera, que contenía el producto de su latrocinio; y recordó haber sido portero, pianista, barman, lavacopas y empleado de confianza del dueño del lupanar; y recordó la delantera del Santos de Pelé. "Dorval, Mengalvio, Coutinho, Pelé y Pepe", dijo. Y cayó en un profundo sueño dentro del sueño dentro del sueño.

(Continúa)

(1) El lector puede saltear la lectura de este capítulo, a los efectos de un mayor disfrute de la obra.

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